¿Qué narrativa es esta?
Una reflexión sobre el poder hipnótico de las redes sociales, la imaginación atrapada en ficciones ajenas y el despertar de la conciencia como acto narrativo.
Hay una pregunta que no hacemos lo suficiente, y sin embargo sostiene el peso de toda nuestra experiencia: ¿Qué narrativa estoy habitando?
Porque sí, habitamos narrativas.
Desde el momento en que abrimos los ojos por la mañana hasta el último pensamiento que nos acompaña al dormir, estamos inmersos en relatos. Algunos los heredamos, otros los imitamos, muchos los consumimos sin darnos cuenta.
Y hoy, más que nunca, esas narrativas tienen una fuente predominante: las redes sociales.
Historias que nos narran
Como seres espirituales viviendo una experiencia humana, absorbemos el mundo a través de símbolos, imágenes y palabras. La historia es nuestra unidad básica de sentido. No entendemos el mundo sin relatos. Por eso amamos los cuentos, las películas, los libros. Por eso una publicación con tres frases bien hiladas puede hacernos llorar, comprar, soñar, reaccionar.
Las redes sociales lo saben.
Y nos cuentan historias todos los días.
Historias de éxito inmediato.
Historias de amor idealizado.
Historias de cuerpos perfectos.
Historias de espiritualidad como espectáculo.
Historias de vidas ajenas que parecen más vivas que la nuestra.
Cada una de estas historias no solo se despliega ante nosotros, nos pide un papel dentro de ella. Nos convierte en espectadores, pero también en personajes secundarios que comparan, desean, envidian o imitan. Nos hace sentir que eso es real, aunque se trate de una ficción cuidadosamente editada.
El feed como hechizo
El "feed" es una metáfora y una dieta.
Una forma de alimentación energética, emocional, incluso espiritual.
¿Y qué estamos comiendo?
Velocidad.
Fragmentos.
Estímulos sin raíz.
Imágenes sin alma.
Narrativas que parecen auténticas pero que han sido diseñadas para enganchar, para hacernos volver, para mantenernos dentro del hechizo.
Nos desplazamos por la pantalla como quien duerme con los ojos abiertos.
Y en ese estado hipnótico, algo sutil ocurre, dejamos de vivir nuestras propias historias.
Cambiamos la experiencia viva —lo cotidiano, lo imperfecto, lo real— por una ficción móvil. Una que no se detiene. Una que parece rica en significado, pero está hueca si no sabemos quién la sostiene y para qué.
La imaginación en dualidad
La imaginación es una de nuestras facultades más sagradas.
Es el puente entre el alma y la materia.
Cuando está alineada con nuestra conciencia, nos permite soñar, crear, sanar, recordar quiénes somos.
Pero cuando la imaginación está al servicio de narrativas externas, inconscientes o manipuladas, se convierte en una cárcel dorada.
Seguimos imaginando —pero lo hacemos dentro del guion de otros.
Soñamos vidas que no son nuestras.
Nos exigimos metas que no nacieron de nuestro corazón.
Nos juzgamos con ojos prestados.
Nos narramos como si fuéramos personajes atrapados en un capítulo que no escribimos.
Y eso es lo que más duele, que sin saberlo, hemos aceptado el papel de actor en vez del de autor.
El despertar narrativo
El despertar espiritual no es siempre una gran revelación.
A veces, es tan sencillo como darse cuenta de esto:
Estoy dentro de una historia.
Y tengo el poder de salir de ella.
O de reescribirla.
Ese instante de lucidez, en el que nos reconocemos como testigos de la historia que vivimos, es también el momento en que recuperamos nuestro poder narrativo.
Dejamos de ser contados por el mundo… y comenzamos a contarlo desde nuestra verdad.
No se trata de demonizar las redes.
Sino de usarlas con conciencia.
De elegir las narrativas que queremos sembrar y las que ya no alimentaremos.
De recordar que la imaginación es medicina solo cuando está enraizada en el alma.
¿Qué narrativa es esta?
Hazte esta pregunta cada vez que sientas que te pierdes.
Cada vez que compares tu vida con una imagen.
Cada vez que olvides la belleza de lo no contado.
Hazte esta pregunta y elige.
Porque sí, puedes elegir.
Y quizás eso, más que cualquier algoritmo, es lo que el sistema más teme.
Un alma despierta que escribe su propia historia.
Nota de la Alquimista
Este ensayo nació de una conversación con mi hijo de veinte años.
Como muchos jóvenes de su edad, ha crecido rodeado de pantallas, videojuegos y redes, navegando entre mundos digitales con una soltura que a veces me asombra y otras me inquieta.
Su padre y yo decidimos educar a nuestros hijos en casa para darles mayor autonomía, libertad en su desarrollo interior, y la posibilidad de descubrir su vocación desde un lugar más auténtico. Pero la tecnología siempre estuvo ahí, como una presencia silenciosa y brillante, inevitable. No podíamos —ni quisimos— cerrarle la puerta a algo que forma parte del tejido actual del mundo.
En nuestra charla reciente, me confesó que ha llegado a un punto donde reconoce cuánto tiempo le roba el celular, cuánto lo mantiene entretenido, mientras la vida pasa afuera —palpitando, esperando. Me habló con una honestidad que no intenta buscar culpables, sino comprender. Y yo lo escuché con el corazón en la mano, preguntándome si hice bien, si fui demasiado libre, si debí poner más límites, si algo se me escapó.
Pero también me di cuenta de algo más profundo. No se trata de controlar la tecnología, sino de recuperar el alma. De recordar que incluso en esta era digital —acelerada, fragmentada, sobreestimulada— todavía podemos elegir qué historias contar y cuáles dejar atrás.
Quizá lo que estamos viviendo es un nuevo tipo de iniciación colectiva.
Una en la que la tecnología no desaparece, pero se transforma.
Ya no como un velo que nos duerme, sino como un espejo que nos refleja.
Una herramienta que —si la usamos con conciencia— puede volverse puente en lugar de prisión.
Este texto es para mi hijo, para mí misma, y para todas las almas que han sentido ese llamado sutil de volver a lo real.
A la experiencia viva.
A la imaginación enraizada.
Al momento presente como el verdadero escenario de la historia que sí importa, la que nacimos para escribir.
— Agualuna
Alquimista de las narrativas vivas
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