La voz del demonio y el resplandor del amor
Un ensayo íntimo sobre las voces internas, la sombra en los vínculos y el arte de amar con conciencia.
Los últimos días he caminado con mis demonios. No como quien huye, sino como quien decide mirarlos de frente. Hay una voz interna —ácida, insistente, filosa— que se atreve a contarme historias oscuras. Relatos tejidos con los hilos del miedo, la sospecha, la manipulación y la traición. Me habla con familiaridad, como si conociera mis grietas mejor que yo. Me muestra escenas que duelen, palabras que queman, recuerdos que pensé enterrados.
He dudado. Me he preguntado si soy yo esa voz… o si simplemente la he alimentado durante demasiado tiempo.
¿Y cuál será la lección escondida?
Como suele ocurrir en los ciclos más alquímicos de la vida, una lectura de cartas llegó como espejo. Una pieza simbólica colocada con precisión en medio del caos. El mensaje era claro y, sin embargo, difícil de digerir: el conflicto no venía solo del dolor… venía de la falta de integración. Dos fuerzas que no se tocaban, que se evitaban en mí: la energía Yang —acción, decisión, firmeza— y la energía femenina que ha crecido en mí desde la sororidad: apertura, contención, ternura.
Nunca imaginé que la herida más profunda podría venir de allí, de ese desajuste interno entre querer cuidar y querer defenderme. Entre abrir el corazón y protegerme con garras. Entre confiar y controlar.
La revelación fue brutal: había aprendido a desconfiar incluso del amor. Había confundido la protección con el aislamiento. Había abrazado el arquetipo de la hermana, pero olvidado poner límites cuando el amor propio lo exigía.
Y ahí estaba la clave: el amor no se trata solo de dulzura. También es espada que corta lo que no es verdadero. También es fuerza que sostiene sin encubrir la mentira. También es fuego que transforma el vínculo sin miedo a perderlo.
La energía Yang de la sororidad no es dominación. Es discernimiento. Es la capacidad de mirar a las otras —y a una misma— con radical honestidad. De decir la verdad, aunque duela. De detener el ciclo de la herida heredada. De recuperar la voz sin silenciar la del otro.
El amor, entonces, se convierte en alquimia. Porque reintegra. Porque nombra lo que estaba escondido. Porque no se deja secuestrar por los demonios, pero tampoco los niega. Los honra como mensajeros. Los transforma en medicina.
Hoy no busco callar la voz interna que me narra sus miedos. La escucho. La abrazo. Y después, la miro desde el corazón. Le digo: ya no tengo que creer todo lo que me cuentas. Puedo elegir una nueva historia. Una donde la sororidad también incluya el coraje. Donde el amor no me ponga de rodillas, sino que me levante.
Porque al final, cada demonio ha venido a recordarme que mi alma no teme a la oscuridad. Ha venido a aprender a encender su propia luz.
Nota del Alquimista
He observado cómo, una y otra vez, nos vinculamos desde patrones que poco tienen que ver con el amor, aunque los vistamos con sus ropajes. Relaciones nacidas del miedo a estar solas, del deber malentendido como compromiso, de la necesidad disfrazada de entrega o de la soberbia de creer que sabemos lo que es mejor para el otro.
Nos decimos que amamos, pero a veces lo que hacemos es necesitar. Sostenemos lazos por lealtad al pasado, por nostalgia de una versión antigua de nosotras mismas, o por el deseo inconsciente de sanar una herida que no supimos cerrar.
Y sin embargo… incluso allí, en medio de la distorsión, puede asomar la belleza. A veces, en los fragmentos más rotos, la mirada amorosa encuentra su mejor luz. Porque ver al otro con amor —aunque solo sea por un instante verdadero— revela lo esencial que hay debajo de los roles, de las máscaras, de las heridas.
No todas las relaciones están destinadas a perdurar, pero todas traen un espejo. Y en ese reflejo podemos elegir: seguir interpretando el amor desde el miedo… o comenzar a practicarlo como un acto de presencia, claridad y libertad.
Reaprender el amor es una obra alquímica. No se trata de hacerlo perfecto. Se trata de hacerlo consciente.